Molina Tamacas, Carmen. Primeramente Dios, yo la alivio. El legado de Lorenzo Amaya en Nueva York.
Págs. 135-141.
DOI: http://dx.doi.org/10.5377/koot.v0i6.2297
URI: http://hdl.handle.net/11298/308
©Universidad Tecnológica de El Salvador
REVISTA DE MUSEOLOGÍA KÓOT, 2015, AÑO 5, Nº 6, ISSN 2078-0664, ISSNE 2378-0664
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testimonios que yo misma había hecho años atrás con mujeres campesinas
del norte de España, de donde soy originalmente, y porque me parece de
enorme importancia recoger las voces de aquellos, y sobre todo de
aquellas, que cualquier sociedad, sin importar el país, siempre ignoran y
arrinconan, indicó Suárez-Coalla vía comunicación electrónica.
La edición fue un proceso “absolutamente satisfactorio, desde el punto de vista
antropológico y, en mi caso, lingüístico”, afirma Paquita y relata lo siguiente:
Desde el principio me quedé fascinada no solo con las historias, sino con
la lengua —tal vez haya influido en gran medida el hecho de ser escritora
y lingüista—; una lengua que no conocía, con un vocabulario de enorme
riqueza que no aparecía en los diccionarios oficiales y que tuve que ir
consultando pacientemente con Lorenzo. Al principio había decidido
incluir un glosario en el que aparecieran todas aquellas voces que, a partir
de mi propio desconocimiento, podrían resultar desconocidas para el
lector, pero al final —y me alegro de ello— decidí no hacerlo por la simple
razón de que cuando se trata de la lengua que hablan las clases con poder
nadie la traduce; y su manera de hablar, que se considera la norma, el
canon lingüístico que se debe seguir, sirve para marcar distancia entre el
que conoce ese lenguaje y el que no, y el que no lo conoce se considera
ignorante, pero nunca se habla de la ignorancia enorme del que no sabe
términos populares, o desdeña las formas de hablar del pueblo. En este
caso, y al tener en cuenta que la mayoría de las parteras son indígenas,
como lo son sus expresiones, ligadas a lenguas prehispánicas que
felizmente se han conservado en su boca, el desconocimiento es además
una postura de clase que resulta hiriente. Por eso, por respeto, fue que
decidí no ‘traducir’ su lengua, porque tan canónica es esa manera de
expresarse como la de las clases pudientes más vinculadas a la herencia
de la conquista española. Me gustaría, de todos modos, que, por respeto,
la Real Academia de la Lengua Española en El Salvador fuera lo
suficientemente inteligente como para no escamotearles el lugar que se
merecen en las preciosas páginas de su diccionario. El libro de testimonios
es por tanto, además de todo, una joya lingüística que espero se tome como
referencia para rescatar la auténtica lengua salvadoreña.
Una vez acababa un trabajo de edición, Paquita lo enviaba a Lorenzo para que
le diera su parecer al respecto. “Recuerdo sobre todo que siempre fue una
persona muy agradecida con mi colaboración. Aunque me hubiera gustado,
nunca llegué a conocerlo, pero nuestro trabajo a través de internet fue cordial y
lleno de compenetración”.
No es extraño que en Nueva York se encuentren libros publicados en y sobre El
Salvador, pero que, paradójicamente, no puedan encontrarse allá. La Biblioteca
Pública conserva en sus anaqueles verdaderas joyas, muchas de ellas antiguas,