Molina Tamaca, Carmen. Huerto en flor. Págs. 87-92.
DOI: http://dx.doi.org/10.5377/koot.v0i5.2285
URI: http://hdl.handle.net/11298/314
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Huertos en flor
Carmen Molina Tamacas
Antropológa y Periodista
Radicada en Estados Unidos
Nueva York está entre los cuatro destinos más importantes para los inmigrantes
centroamericanos desde los años 60. Cientos de miles de hombres y mujeres que dejaron
la tierra que los vio nacer, ahora ven sus huertos florecer: hijos profesionales, nietos y
hasta bisnietos que aportan al desarrollo de la comunidad hispana en Nueva York. De
acuerdo con los censos de población estadounidense de 2000 y 2009, el estado se ubica
en el tercer lugar de la migración salvadoreña, después de California y Texas; para los
hondureños y guatemaltecos, es el cuarto destino predilecto. En el caso de los
hondureños, después de Texas, Florida y California. Para los guatemaltecos, después de
California, Florida y Texas.
El flujo migratorio, especialmente del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala,
El Salvador y Honduras), es reciente, comparado con el de otros países pioneros como
Puerto Rico, de acuerdo con el estudio “US Immigration Policy and Mexican /Central
American Migration Flows: Then and Now, del Migration Policy Institute y el
Woodrow Wilson International Center for Scholars”.
En 1960 había 6.310 salvadoreños en Nueva York; en 2009 son más de 1.140.000.
Para los mismos años, el flujo de guatemaltecos varió de 5.381 a 789.682. Los
hondureños aumentaron de 6.503 a 467.943. Sin embargo, esas cifras podrían crecer
dada la gran cantidad de pobladores que viven a la sombra.
Estas son las historias de dos familias
Chávez y Coreas que comparten un
elemento en común: uno de sus miembros
apostó todo para darle un porvenir a su
familia en tierras lejanas, de inviernos
duros y veranos abrasantes. Una versión
editada de este artículo fue publicada en el
“Suplemento Centroamericano” de octubre
de 2012 de El Diario/La Prensa, el
periódico hispano más antiguo e influyente
de Nueva York.
Un patriarca que vive con el corazón
entre dos tierras
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José Chávez recién cumplió 71 años. Se ufana de su buena salud, aunque de vez en
cuando se le sube la presión arterial dice especialmente cuando atestigua
injusticias.
Recuerda como si hubiera sido ayer, hace 27 años, cuando decidió dejar El Salvador y
emprender un viaje hacia “el norte”. Confiaba en que su experiencia como mecánico
automotriz y de aviones y como conductor del transporte público le serviría para darle
un mejor sustento a su esposa Magdalena y sus dos hijos, Patricia y Boris.
Le había prometido a Patricia hacerle la mejor fiesta de 15 años que pudiera haber
imaginado. Así que la mañana del 28 de diciembre de 1985 se montó a un bus, sin guía
y sin “coyote” al que creía su nuevo hogar: Houston, Texas.
Cinco días después llegó a Matamoros. Estuvo por algún tiempo en Houston pero no le
gustó lo suficiente para que allí viviera su familia. Así que agarró un avión hacia Nueva
York, sin conocer a nadie. Le pidió a un taxista que le ayudar a averiguar dónde había
una sede de Alcohólicos Anónimos, ya que, aunque él no bebía, sabía que ellos podrían
ayudarle. Así, llegó a Hempstead.
Al principio fue muy difícil, recuerda sentado en la sala de la casa de su hija. Aunque
había ofertas de trabajo como mecánico no tenía herramientas. Al fin, un dominicano le
confió su equipo y pudo empezar a ganarse la vida.
“Para mí, cuando me mandaba 20 o 40 dólares… ¡era bastante!” recuerda Magdalena,
su esposa. Ella trabajaba en la empresa Texas Instruments, en San Salvador, que había
comenzado a disminuir las jornadas laborales debido a la guerra.
“Mi hija sigue diciendo con lágrimas en los ojos estaba triste porque sus
compañeras de colegio le contaban que sus papás que se habían ido a Estados Unidos
terminaban haciendo otros hogares”.
Cuando José pudo arreglar su situación migratoria con el patrocinio de la empresa donde
ha trabajado prácticamente tres décadas, decidieron que fuera su esposa la que viajara
primero, aun sin contar con documentos;
y los padres de ella quedarían a cargo de
Patricia y de Boris, en ese entonces de
10 y 8 años, respectivamente. La
Navidad de 1986 fue devastadora para
todos.
En 1990 pudieron realizar el sueño de la
Fiesta Rosa de Patricia. Pero todos
estaban con un nudo en la garganta. Dos
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años después, los jóvenes pudieron reunirse finalmente con sus padres, con toda su
documentación en regla.
No vas a limpiar casas
José y Magdalena han sido testigos de la transformación de Long Island, especialmente
de Hempstead y Freeport, donde han vivido. Hace tres décadas los únicos hispanos entre
una población blanca y negra eran cubanos y portorriqueños.
“Antes deseábamos los frijolitos y las tortillas” cuenta ella—. En los ‘Delis de
comerciantes cubanos apenas conocían las hierbas y especias. Ahora, la población
salvadoreña ha eclipsado a la boricua: según datos del Censo más reciente, para 2011,
los salvadoreños sumaban 99.495 y los boricuas 88.514. Todo ello explica la
proliferación de negocios de toda clase en manos de centroamericanos.
El crecimiento de la población
salvadoreña es tan evidente que desde
1998 se creó un consulado en Garden City,
en el condado de Nassau. En el condado de
Suffolk, en Brentwood, funciona otro
desde 2000. No obstante, el corazón de la
comunidad es Hempstead, donde cada año
se celebra el Día del Salvadoreño-
Americano en coincidencia con las
fiestas agostinas de San Salvador con un
festival.
Magdalena ha trabajado limpiando casas durante más de 20 años. Ella recuerda que un
día llevó a su hija a donde una de sus patronas, y ésta le dio un consejo: “No la traigas
más. Sino, ella terminará haciendo lo mismo”. Magdalena entendió la dimensión del
mensaje, y creció en ella la aspiración de que sus
hijos fueran profesionales. “Gracias a Dios
responde—. eso se hizo realidad”: Patricia no solo es
profesional sino que además es la primera
salvadoreña en ocupar un cargo público en la Villa de
Hempstead. Patricia, quien funge como titular del
Department of the Village Clerk desde hace más de
un año, está casada con el guatemalteco Álvaro
Pérez; y tienen dos hijos.
Magdalena considera que es importante preservar en
sus nietos (su hijo Boris tiene dos niñas y un niño) el
conocimiento y aprecio por la cultura y las
costumbres, como las religiosas (celebración del
Divino Salvador del Mundo en agosto, El Salvador)
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y la Independencia, tanto de Guatemala como de El Salvador.
José y Magdalena tienen un “conflicto” respecto a su jubilación. Quisieran pasar el resto
de sus días en El Salvador; pero están conscientes que allá no podrán gozar de los
beneficios médicos y sociales por los que han trabajado aquí.
Mientras la decisión llega, el patriarca de los Chávez disfruta viendo crecer su familia y
atendiendo a su clientela, su mayor satisfacción.
Los Coreas, un clan de cinco generaciones
Marta Elisa Guerra nació en Honduras. A finales de los años 60 conoció al salvadoreño
Víctor Manuel Coreas, pero en esa época no soplaban buenos vientos para su amor: se
intensificaba el conflicto social y económico entre Honduras y El Salvador que
desembocó en la “Guerra de las 100 horas”, en julio de 1969.
Víctor tuvo que regresar a El Salvador y Marta Elisa se reunió con él en agosto del año
siguiente. Allí se casaron y nacieron sus tres hijos.
Con la guerra civil en El Salvador en pleno apogeo, intercalando mudanzas entre
Santiago de María (Usulután) y San Miguel, ambos en el oriente del país, la familia
Coreas Guerra decidió huir a San Pedro Sula, Honduras. En ese entonces, una hermana
de Víctor, Ana Lilian, quien emigró hacia Nueva York en 1970 después de haber sido
expulsada de Honduras en el contexto del conflicto con El Salvador había iniciado ya
la petición de toda su familia. Ella es en realidad la gran raíz de un árbol que ya alcanza
cinco generaciones.
Pasaron cinco años y los Coreas
Guerra estaban establecidos en
Honduras como recuerda Marta
Elisa. Pese a ello, accedieron a
emigrar hacia Estados Unidos. “El
gran cambio de venir a Estados
Unidos era
frustrante. En
Honduras estábamos establecidos.
No vivíamos con lujo, pero sí con
comodidades… aquí tuvimos que
venir a vivir en un basement
(Brentwood), sin muebles. Tuvimos que comenzar de cero… ¡hasta cosas usadas
compramos!”—cuenta.
Nunca, nunca se arrepentirá dice de haber dejado Honduras, ya que Estados Unidos
le ha dado la posibilidad de ver y desarrollarse a sus hijos y nietos, aprovechando
oportunidades y beneficios. Su hija mayor, Karla, quien labora en una organización
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humanitaria, es una reconocida poetisa y editora, que, además de haber publicado ya
varios libros, es convocada con frecuencia a festivales literarios en América Latina y
Europa.
Para Karla, vivir con tres herencias culturales es enriquecedor. “Cuando era niña me
hice muchas preguntas, viviendo en este país. Cuando me decían: ‘¿De dónde vienes?’;
yo decía: ‘de Honduras’. Cuando alguien comentaba: ‘¿pero que acaso no eres
salvadoreña?’. Entonces yo le decía: ‘¡bueno, me han preguntado de dónde vengo no
dónde nací!’. Luego opté por siempre decir que soy salvadoreña porque no tenía
recuerdos de Honduras. Siendo hija de una hondureña, la comida en casa siempre fue
estilo hondureño y de la costa; sopa de mariscos con coco, por ejemplo...; pupusas no
las comía como la mayoría, solo de vez en cuando que íbamos a alguna pupusería
cuando empezaron a llegar esos negocios a Brentwood, donde viví mi adolescencia”.
Confiesa que la cultura norteamericana la aprendió, pero no la hizo suya. “Siempre quise
mantener mis raíces. Insistí en hablar español; y desde mucho antes de hacerlo
profesionalmente hacía traducciones, porque quería practicar usar los dos idiomas”
indica.
Parlamento centroamericano… en casa
De su padre, Marta Elisa recuerda que siempre le hacía ver las limitaciones y le advertía
que nunca podría encontrar un hombre que la quisiera, porque éstos siempre quieren a
su lado alguien que los atienda. “Yo tengo un defecto físico: me falta un brazo. Aquí
me ofrecieron prótesis, pero nunca quise”comenta. Aquel no fue un impedimento
para continuar ofreciendo sus servicios de belleza y costura. En la primera semana de
trabajo ganó $4.50 la hora. Allí trabajó por 11 años, alcanzando mejor paga y
prestaciones.
Dejar el terruño no ha sido fácil, pero a esto Marta Elisa le pone buena cara. Le fascina
cocinar comida tradicional hondureña, como las tortillas, sopa de jaiba o de caracol y
tamales, aunque de la receta original de la masa de estos ultimos suprime el arroz, y
terminan siendo más al estilo salvadoreño, con carne, “recaíto”, garbanzos y chícharos.
Ana Lilian, la tercera hija de doña Raquel Coreas la matriarca, de 87 años, sin haber
cumplido la mayoría de edad fue la pionera en emigrar. Su sueño de ser maestra fue
truncado por la guerra entre El Salvador y Honduras. Haciendo malabares legales y
económicos logró llegar a Nueva York; y junto a dos primas como decenas de
inmigrantes hispanos logró ubicarse pronto en las factorías textiles de Manhattan y
vivir en Long Island (Levittown).
En 1981 logró traer a su madre. Compraron una casa familiar en 1983; y para 1985 su
hermano Víctor, su esposa Marta Elisa y sus tres hijos fueron los últimos en emigrar.
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La familia entera se adaptó, creció y prosperó. Una reunión familiar fácilmente puede
llegar a las 50 personas; una suerte de “naciones unidas” donde hay hondureños,
salvadoreños, guatemaltecos, nicaragüenses, estadounidenses, dominicanos, brasileros,
mexicanos, peruanos y hasta europeos.
Sus raíces se han extendido desde Brentwood y Bay Shore, hasta Queens, Central Islip,
Manhattan, y en otros estados como New Jersey, Georgia y Texas.
(*) Marta Elisa Guerra falleció el 23 de enero de 2013
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