Erquicia Cruz, José Heriberto. El elemento estético indígena y/o prehispánico en el patrimonio artístico salvadoreño
como expresión de la identidad nacional. Págs. 66-79.
DOI: http://dx.doi.org/10.5377/koot.v0i3.1166
URI: http://hdl.handle.net/11298/86
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El elemento estético indígena y/o prehispánico en el
patrimonio artístico salvadoreño como expresión de
la identidad nacional
1
José Heriberto Erquicia Cruz
Durante el período colonial hispanoamericano, muchos elementos estéticos
prehispánicos, tales como símbolos, distintivos, emblemas, imágenes e iconos,
eran parte de esa gama de componentes que se visualizaban en la arquitectura, la
escultura, la pintura y en general en muchas de las expresiones artísticas, que como
tal eran parte de la admiración que se tenía de lo antiguo, pero también eran parte
de la expresión de aquellos indígenas que depositaban y plasmaban su etnicidad
en dichas obras. Mientras que para el siglo XX, cuando se estaba edificando el
Estado salvadoreño moderno, el elemento estético indígena y/o prehispánico en
las expresiones artísticas jugó un papel diferente del que se manifestaba en el
antiguo régimen colonial.
Ese papel que jugaría más tarde lo indígena, ya sea este arqueológico o folclórico
y que posteriormente se volvería en lo campesino costumbrista o mágico y
muchas veces en lo rural pobre, desprotegido y excluido, ha pasado por una
serie de etapas hasta nuestros día. Por supuesto, es reflejo del contexto histórico-
social que ha ido desarrollándose a través del tiempo en la sociedad; entorno que
se expresa claramente en el patrimonio artístico salvadoreño, como claro referente
de su identidad nacional. En la actualidad entendemos como objeto artístico, el
que un consenso general reconoce como tal, independientemente de sus
cualidades, como son formas, proporciones, colores y otras. (Manrique, 1997: 59).
1
Artículo elaborado a solicitud del Museo de Arte de El Salvador MARTE, preparado para acompañar la
exposición denominada “Por los signos de los siglos. Aproximación al arte prehispánico”. El autor agradece
la colaboración brindada por Leonardo Regalado para la elaboración del presente artículo.
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José Mejía Vides, Trapiche; xilografía. 32 x 39 cm.
Hacia la segunda mitad siglo XIX, se crea la categoría de patrimonio cultural, más
como patrimonio histórico-artístico, con el fin de dar cuerpo a los recién creados
Estados-Nacionales (Bermejo Barrera, 1986), en el entendido que ese patrimonio
artístico-cultural nos brindaría “nuestra personalidad como humanos, como
miembros de una nación, como parte de una comunidad” (Manrique, 1997:61).
Así se edifica una relación intrínseca entre la comunidad y las instituciones que el
Estado crearía o reforzaría para cohesionar a los nuevos ciudadanos de la “nación
moderna”, dichas instituciones fueron la escuela educación pública o
nacional, el museo, el mapa, el censo y el periódico revistas, semanarios, y
demás (Anderson, 2007). Esa nación es, desde una visión antropológica como:
una comunidad política imaginada construida culturalmente como una entidad
soberana dentro de determinados límites espaciales… (Ibíd. 23).
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De esta manera, las instituciones del Estado jugarían un papel clave en la
formación de la identidad nacional salvadoreña, identidad que se construiría a
partir de un nuevo modelo de ciudadano civilizado, moderno, mestizo, étnico y
culturalmente homogéneo. Sin embargo, esta construcción de la nacionalidad
salvadoreña no dejó de llenarse de contradicciones, ya que, al mismo tiempo,
invisibilizó y negó las identidades indígenas, concebidas como símbolo del atraso
y del conservadurismo.
Por su parte, Hobsbawm contribuye al alcance de cómo esta comunidad política
imaginada llega a convertirse en un valor de la población que antepone los
intereses nacionales por sobre cualquier otro (Hobsbawm, 2002: 3-15). Es así que
la religión cívica, inculcada entre la población por medio de diversos instrumentos,
tales como la educación primaria, el ceremonial cívico, la estatuaria heroica y el
culto a los símbolos patrios, es un fenómeno estrechamente vinculado con la
invención de tradiciones, las cuales son fomentadas por el Estado para inculcar en
los ciudadanos una idea de lealtad y obligación hacia el mismo (López Bernal,
2007: 20).
Los ideólogos de Estado, elites intelectuales, políticas y económicas, se
inscribieron en un proceso que justificó y legitimó su existencia, no sin falsear la
invención de tradiciones (Hobsbawm, 2002), y personajes míticos de ascendencia
indígena, de la idea de un pasado glorioso, el cual se esfumó, pero que estaban
decididos a construir de nuevo desde los ideales del liberalismo.
Es así que El Salvador del último cuarto del siglo XIX y las tres primeras
décadas del siglo XX no quedó exento de las contribuciones desde la academia,
las elites y los intelectuales, con la creación del Museo Nacional del Salvador en
1883, el cual tenía como uno de su objetivos fomentar los intereses económicos e
intelectuales de la República, siendo además reclamado por el estado de cultura
del pueblo… (D. O. 1883: Nº. 239), además que expondría una sección de
antigüedades, historia y bellas artes.
Tal como ocurrió en el resto de Hispanoamérica, el Estado debía fundamentarse
sobre la base de una cultura también nacional, que incorporara la cultura indígena;
así se comienza a construir la historia patria oficial impartida en los
establecimientos educativos, historia que formaba parte de la educación cívico-
política de los ciudadanos, destinada a crear conciencia histórica nacionalista que
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requería el Estado en construcción (Lombardo, 1997: 199-200). Como afirma
Lombardo, es en este sentido que el gobierno nacional, representado por una clase
minoritaria emergente, debía reivindicarse con el indio; y al rescatar la cultura de
sus antepasados hacía también suya la tradición de la clase subalterna de mayoría
en el país, con lo que afirmaba su propia legitimidad política ante las mayorías
(Ibíd. 200). En este contexto, el monumento era expresión de la cultura del pueblo,
y el estudio de esos testimonios les permitía develar la génesis, de la historia de
los primeros pobladores de dichos territorios (Florescano, 1997: 151).
De tal manera que, de acuerdo con la perspectiva etno-nacionalista o histórico-
culturalista, las naciones siempre requieren de elementos étnicos. No es concebible
una nación que no tenga mitos y recuerdos colectivos de un hogar territorial. Para
Smith, uno de los factores claves en la formación de una nación es que debe tener
antecedentes étnicos de importancia […] vagos o inventados, que construyan […]
una mitología y un simbolismo coherentes […] como condición para la
supervivencia y la unidad nacional (Smith, 1997: 27-28).
Como parte del proyecto liberal decimonónico, aparece el mestizaje como discurso
del nacionalismo salvadoreño, pero no solamente como discurso, sino que va de la
mano de prácticas de exterminio e invisibilización de las comunidades indígenas.
El mestizaje plantea una ideología de homogenización étnica o de mezcla racial;
excluye a los que se consideran no mezclados y adopta el “blanqueamiento
cultural”, como la manera de volverse más urbano, cristiano, civilizado, menos
rural, indígena o negro (Wade, 2000: 101).
En el caso salvadoreño, a inicios del siglo XX, los indígenas fueron reintegrados a
la nación mediante elementos simbólicos, como grupos autóctonos, como los
habitantes prístinos del territorio salvadoreño, poseedores de ciertos secretos de la
identidad nacional (Alvarenga, 2004: 363). A mediados de la década de 1910, los
intelectuales redefinieron el discurso nacional, enfatizándolo más en la cuestión
cultura. Es ahí en donde el indio salvadoreño se vuelve importante dentro del
discurso nacionalista, como lo más puro del alma nacional (López Bernal, 2007a:
191). Sin embargo, el indio que se reivindica como sujeto relevante dentro de ese
proceso de construcción de la nación, es el indio ancestral, el que surge a través de
la arqueología, no el que habitaba en las comunidades indígenas de El Salvador.
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El mestizaje, como parte fundamental de la ideología nacionalista, permitió a los
intelectuales de la década de 1920 desempeñar un papel importante en la
formación de la nación, inventando y creando símbolos antiimperialistas; además
de imágenes simbólicas de la nación mestiza que permitió la inclusión de grupos
subalternos (campesinos, proletarios y pequeños comerciantes) ( Gould, 2004:
396-397).
La versión salvadoreña del mestizaje, al igual que la mexicana y la nicaragüense,
valoraba mucho la contribución indígena a la idea de identidad nacional; surge en
la década de 1920 una intelligentsia nacionalista, que pretendía encontrar una
identidad salvadoreña en los orígenes indígenas de Cuscatlán (Gould, 2004: 398).
Como parte esencial del movimiento nacionalista, se incorporó el folclor indígena
y el estudio del nahuat (Ibíd.).
Siempre en la década de 1920, con la reivindicación del mito de Atlacatl, héroe
indígena que supuestamente habría luchado en contra de los conquistadores
españoles del siglo XVI, dicho personaje no fue más que un inventó de algunos
de los intelectuales de finales del siglo XIX y que reprodujeron otros y con mayor
fuerza a principios del XX, el cual se utilizó para llamar a la unidad y cohesión de
la nación a partir de un héroe mítico, valiente y rebelde.
Según Soto y Díaz, fue luego de 1920, que el Estado, junto a la prensa y los
intelectuales, cuando se produjo el mayor intento oficial salvadoreño de apropiarse
del pasado prehispánico y representar entre los símbolos de la nación al indígena
(Soto Quirós y Díaz Arias, 2007:105).
Como señala López Bernal, durante el decenio de 1920 los esfuerzos por construir
una identidad nacional fueron importantes, con la reelaboración de la imagen de
Atlacatl; este fue motivo de inspiración para diferentes manifestaciones artísticas
(López Bernal, 2007: 163).
Uno de los ejemplos más relevantes es la obra del escultor Valentín Estrada, quien
trata de plastificar en bronce la figura del “Cacique Atlacatl”, estatua que llegó a
El Salvador en 1928 desde España, y que según Estrada: “la idea de hacer la
escultura del indio Atlacatl […] Era la expresión de un indio americano, que desea
volver a su patria y a su tierra; y es así que lo pongo en actitud de vigilia” (López
Bernal: 2007: 164). Podemos mencionar también el medallón de bronce elaborado
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por Joaquín Aguilar Guzmán, que representa una efigie de Atlacatl, y que se colocó
en el tímpano del portón oriental (fachada principal) del edificio del Palacio
Nacional (Ibíd.).
Para ese momento era tan fuerte el culto a Atlacatl y el creciente indigenismo que,
en 1927, Jean Genet anunciaba una noticia en Le Temps de 1925 en París, suscrita
por Louis Guilaine, en la que El Salvador quería cambiar su nombre por el de
República de Cuscatlán y San Salvador por el de Atlacatl (Escalante Arce, 1989:
209).
Finalizaba el decenio de 1920, a escala mundial afectaba la gran depresión
económica de 1929 y otros factores políticos que influirían a escala regional. En
El Salvador había sido una época interesante en la consolidación de la “identidad
nacional”. Dicha década parece haber sido clave en apostarle a la investigación
arqueológica y la creación del “mito de origen”. Mucho tendrán que ver las
corrientes posrevolucionarias que llegan de México después de 1910; estas quieren
reivindicar un pasado prehispánico glorioso, en el que la arqueología juega un
papel legitimador a través de los discursos. Con nuevos hallazgos se va
configurando la idea de una identidad prístina que, aunque con relaciones de
parentesco con las demás naciones vecinas, tratan de verla como una identidad
cultural única, autóctona, salvadoreña. Es desde ahí de donde la estética, ya sea
esta prehispánica o indígena, vería una marcada influencia en las artes en general.
Vendría la década de 1930, y se publicaría en 1931 el último censo nacional de
población de la historia de El Salvador, en donde se incluiría la categoría de raza
(etnia); en el que se contabilizaban los ciudadanos que pertenecían a los diferentes
grupos étnicos que habitaban en el territorio; de alguna manera asumiendo que
existían otras identidades étnicas. El departamento de Historia realizaría sus
últimas expediciones arqueológicas y la última publicación de su revista, hasta que
se reanudó en 1940; asimismo la situación políticaeconómica y social de El
Salvador era difícil. La caída de los precios internacionales del café, aunado a la
incapacidad mostrada por el gobierno de Arturo Araujo para resolver las demandas
de la población, generó un golpe de Estado, que seguiría de una insurrección en el
occidente de El Salvador, que muchos llamarían un conflicto étnico indígena-
ladino (Ching, López Bernal y Tilley, 2007; Gould, Lauria-Santiago; 2008, Lara-
Martínez, 2009; Lindo, Ching y Lara-Martínez, 2010); y la posterior reacción por
parte del ejército salvadoreño en los hechos de enero y febrero de 1932,
culminando con una era que obligó a redefinir el discurso nacionalista y del
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Estado-Nación que se venía conformando. Estos hechos, en definitiva, marcaron
el “parteaguas” en la historia moderna de El Salvador.
Luego de estos hechos, surge en El Salvador el indigenismo de negación, como lo
denomina Alejandro Dagoberto Marroquín (Marroquín, 1975: 767),
constituyéndose en aquella política cultural-indigenista que implanta el régimen
de Martínez a mediados de la década de 1930, en la que se quería presentar ante el
mundo a un Estado salvadoreño preocupado por la causa indigenista; una política
de exportación (Ibíd.). Es así, que desde 1935, el gobierno efectuó una política de
promoción de las artes y del turismo en lugar de un indigenismo pleno, sustituyó
la antropología por la pintura y el turismo, convirtió cualquier acción indigenista
en folclórica y típica (Lara-Martínez, 2005: 100-120).
La estética indígena y/o prehispánica entra a representarse en las expresiones
artísticas salvadoreñas, luego del fortalecimiento de la nación y de la fijación de la
identidad nacional salvadoreña, y con mayor fuerza a partir de la década de 1920.
Así, tenemos la obra de Miguel Ortiz Villacorta (1887-1963), que con sus
conocimientos adquiridos en México logra plasmar, del paisaje rural nacional, la
importancia del indígena prehispánico y actual (MARTE, 2007:24). De valor es la
creación de la obra de María de Baratta, para la folclorización de lo indígena entre
las décadas de 1920 y 1940; así como el aporte de Augusto Baratta con la
investigación de la arquitectura prehispánica llevada a cabo en Cihuatán a finales
del decenio de 1920, y de la que propondría una arquitectura moderna con
elementos estéticos prehispánicos, de las cuales algunas edificaciones se pueden
observar en la actualidad en San Salvador.
Salarrué, como profesor de mitología y arte decorativo indígena de la Escuela de
Bellas Artes, desde 1929 (MARTE, 2007: 29), no escapa a incluir en todas las
formas de expresión artística que produce los elementos tanto prehispánicos como
los de la población indígena que vivía en El Salvador de su época.
De gran significancia resultan las obras de Valentín Estrada, por sus motivos
netamente prehispánicos, utilizando dicha estética en monumentos públicos, como
la escultura de Atlacatl de 1927, y en la década de 1950 en parques nacionales, con
las figuras Chaac Mol, en el parque nacional Balboa de Los Planes de Renderos,
San Salvador, y otra figura de Atonal en el balneario nacional de Atecozol, en
Izalco, Sonsonate. Con ello, el Estado pretendía llevar lo indígena a través de la
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estética a un plano monumental para lograr efectos de legitimidad de la identidad
nacional. El artista Pedro Ángel Espinoza, luego de los hechos de 1932,
representa en su obra paisajes nacionales de carácter social y rural, exponiendo a
campesinos e indígenas como retratos de su etnicidad y protagonistas de su
historia. Muestra de ello es la obra “Primera reforma agraria de El Salvador” de
1935.
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Valero Lecha, aunque español de origen, fue cada vez más empapándose del
entorno salvadoreño; en sus obras produce una pintura impregnada por el ambiente
rural/indígena/campesino, desde mediados de la década de 1930 al decenio de
1950, con una clara idealización del mundo cotidiano de los habitantes de ese El
Salvador indígena/campesino. Por su parte, José Mejía Vides, con la influencia
de haber estudiado en México durante la cada de 1920, se aboca a exaltar e
idealizar la belleza étnica; visita las comunidades indígenas, en especial
Panchimalco, de donde capta la naturaleza y la fisonomía del indígena en su medio
habitual. También lo harían Julia Díaz y Noé Canjura, expresando en su arte esa
ruralidad campesina/indígena, y que se volvería la realidad mestiza. Cuando estaba
por finalizar la década de 1940, justamente en 1948, Toño Salazar, el caricaturista
salvadoreño, elabora bocetos con imágenes humanas que representan a personajes
indígenas que parece que danzan entre símbolos del mundo prehispánico, como
extraídos de un códice indígena.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, habrá muchos artistas plásticos que
incluirán la estética indígena y los elementos prehispánicos en sus obras.
Justamente, Antonio Bonilla, en 1954, en su obra denominada La Conquista”,
expondría en una especie de tríptico renacentista una escena que hace referencia
al encuentro sangriento de dos culturas: la europea y la mesoamericana,
apareciendo las figuras de los conquistadores españoles como vencedores y los
indígenas como vencidos, quizá emulando aquellas estampas de los códices
indígenas elaboradas por los “indios amigos”, acompañantes de los
conquistadores. Por su parte, Camilo Minero mostraría en su obra a los más
desposeídos, aquellos que la sociedad ha excluido y que muchas veces serían esos
campesinos en los que claramente muestra su etnicidad, abordado dentro de la
tendencia del realismo social (MARTE, 2009:22). Por otro lado, Carlos Cañas,
durante sus primeros trabajos, produjo obras enmarcadas en la corriente
indigenista. Además, en su obra abstracta se encuentran representaciones
prehispánicas de la cultura maya. Benjamín Cañas elabora una obra sin tulo, en
1969, la cual muestra un personaje principal maya prehispánico, el que carga sobre
sus hombros un enorme yugo; alrededor de él hay varios elementos prehispánicos
mayas: rostros de mujeres y hombres de perfil maya; sus colores recuerdan los que
se utilizan en la cerámica elaborada del mundo prehispánico. Raúl Elas Reyes, por
su parte, abordó el abstraccionismo geométrico inspirándose en la escritura maya,
explorando su carácter abstracto, en su obra “Jeroglíficos” de 1974 (Cea,
1986:159).
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Dentro del movimiento muralista, en las décadas de 1980 y 1990, Isaías Mata
refleja en su obra la cultura indígena desposeída, pero en un papel más activo que
en las anteriores representaciones, ya que le da a este grupo étnico un carácter de
agentes de cambio como autores y actores de sus propias luchas históricas.
Con el boom de las investigaciones arqueológicas y antropológicas en el área
maya, aparecen también en la plástica salvadoreña obras recargadas de elementos
prehispánicos. Así, la obra “Popol Vuh” (1988), de Pedro Portillo se encuentra
cargada de distintivos y símbolos de la cosmovisión mesoamericana, como la
ceiba, el árbol sagrado de los mayas, el juego de pelota y sus jugadores, la deidad
de Quetzalcoatl, las típicas casas mayas de las tierras bajas y otra gran cantidad de
elementos alusivos a dicha cultura, como salidos de un vaso ceremonial policromo.
Al declararse, por la Unesco el sitio arqueológico Joya de Cerén como Patrimonio
Cultural de la Humanidad, en 1993, se coloca de nuevo y con mucha fuerza, en el
imaginario nacional el tema prehispánico en la identidad nacional. Así, artistas
como Licry Bicard, explora las posibilidades estéticas del estilo que se muestra en
la cerámica denominada “Copador”, la que se hallaba presente en la aldea
prehispánica de Joya de Cerén.
Al comienzo del silgo XXI, y con las nuevas tecnologías, las obras de carácter
mixedmedia emergen más y más en el ámbito de las artes salvadoreñas. Así,
tenemos la obra de Leyla Menbreño denominada “Mayatosh”, término acuñado
por la autora con la unión de maya y Macintosh, en la que se mezclan accesorios
de ordenadores y gráficas bajorrelieves de la estética maya prehispánica; pero en
la que también se podría percibir esa identidad global de las nuevas tecnologías y
la identidad local, entendida, eso sí, desde un pasado prehispánico.
La estética prehispánica sigue jugando un papel importante en el imaginario
nacional, legitimado y reproducido por el Estado salvadoreño. Muestra de ello es
la imagen de la estructura principal del sitio arqueológico prehispánico Tazumal,
la cual se puede apreciar en el fondo del anverso y reverso que decora el
documento único de identidad, DUI, y que todos los ciudadanos salvadoreños
mayores de 18 años, por ley, deben obtener.
Como es de suponer, existen más ejemplos de proyectos y obras de artistas que a
lo largo de los siglos XX y XXI, han plasmado en sus trabajos la estética indígena
y/o prehispánica. Desde la identidad nacional salvadoreña, como construcción
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a partir del Estado y sus instituciones reproductoras, el nacional salvadoreño se
desdibuja como un ser mestizo (parte europeo, parte indígena). Es desde ahí que,
al pensarse, describirse, (re)inventarse y expresarse a través del patrimonio
artístico, de alguna manera mostrará ese mito de origen, esa otra parte de su ser, el
de ser salvadoreño.
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©Universidad Tecnológica de El Salvador
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