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Las dos caras de la patrimonialización: memoria local y poética de la ausencia
Damir Galaz-Mandakovic, pp. 42-47, Revista entorno, junio 2019, número 67, ISSN: 2218-3345
la musealización. Aunque debemos considerar que esos
patrimonios son originados con base a una intervención en
el medio en su propia época. De este modo, parafraseando a
Carroll (1983), podemos decir que ciertos barrios adquieren
una dimensión cadavérica, mediante la producción de
una identidad formal y cosicada (Carroll, 1983, p. 69).
Esa fosilización sería el resultado inevitable “de toda
empresa de preservación, en la medida en que preservar
signica sustraer algo de la obsolescencia, el deterioro, la
desaparición y la muerte” (Menard, 2016, p.11).
Entonces, el patrimonio se conecta con el turismo, con la
búsqueda de lo “autentico” con base en lo que podemos
llamar una razón exoticista, gozosa de lo artesanal. Muchas
arquitecturas, dejaron sus propósitos originales de usos, y
otras, derechamente, están deterioradas. Lugares sin vida,
adquieren ahora una vitalidad. Pasan de la vida a la vitalidad
(Menard, 2016). Vitalidad entendida como expresión de la
vigencia y efecto que generan los edicios que ya no son
usados o que devinieron en ruina, en muerte, pero a la vez
son como un museo; todo en un escenario post mortem. La
vitalidad que surge en la muerte genera una musealización
y una patrimonialización.
Poética de la ausencia
Igualmente, podemos armar que la fuerza estética de estos
museos urbanos radica en una fuerza estética etnográca
basada en una poética de la ausencia, la cual cruza cierta
idea cadavérica y la exposición comercial de sitios, edicios
o barrio, y también cuerpos.
En consecuencia, lo considerado patrimonio tangible o
patrimonio inmueble es mirado desde la simbología de la
disipación: la arquitectura patrimonial adquiere valor porque
ha muerto; está muriendo o morirá en algún momento
quien lo utilizaba o se extinguió el uso originario. Los viejos
edicios sujetan ya, y en sí mismos, esa desaparición. Esa
ausencia, sucedida o por ocurrir, de sus sujetos o usos
originarios, es su condición de representación y que brinda
su valor comercial; es el precio de la singularidad. De ahí
proviene el carácter aurático de ciertas arquitecturas
contempladas con sacrosantos silencios, concentraciones
museológicas y “respeto histórico”. En aquel sentido, todo
aquello revela una economía de la representación de algo
“auténtico”, de lo “original”, de lo “exótico”, de lo que se
va perdiendo, y se desea rescatar y fotograar el aura que
le dio el paso del tiempo en esos archivos materiales que
acumulan la resistencia al tiempo Así, muchas ciudades, con
el guía turístico como agente disciplinado por el consumo,
construyen una especie de etnicidad, una supuesta
“esencia” propia, la “historia única” y “verdadera”, también
“fantástica”, “extraordinaria” y “maravillosa”.
En dicho escenario, la narración histórica es entendida
y expresada desde materialidades y tecnologías que
devienen en fetiche, que posee una acumulación, y que
deviene en un archivo. Los inmuebles tienen valor por
exponer un momento de la “evolución” de la ciudad. El
vestigio museográco urbano y patrimonial es quizá un
problema político generado por ver a algunos pueblos
como en vías de desaparición, como supervivencia de la
modernidad. Es así que dichos patrimonios devienen en
los fetiches que constituyen, tal como señaló Freud, en un
objeto ambiguo, en cuanto a que su presencia representa
y plasma una ausencia. Es decir: “el fetichismo exalta un
objeto degradado a un valor eminente” (Freud, 1927, p.
149). Entonces, allí radican los valores de uso que niegan
la posibilidad del intercambio del mismo objeto. Es la
presencia de una ausencia, de un abandono.
También, como lo señaló Karl Marx en su obra El Capital,
quien al hablar del fetiche indica que, en una sociedad
productora de mercancías, estas aparentan tener una
voluntad independiente de sus administradores, es decir,
una realidad fantasmagórica. Pues claro, quien lo usaba,
dejó, en ese decir, su energía y su aura las que se fueron,
supuestamente, acumulando y resistiendo al paso de los
tiempos, en lo que Giorgio Agamben llamó como “la propia
mística fantasmagórica” ( 1995, p. 72).
Así, quisiéramos indicar como hipótesis que el patrimonio
cultural tangible se explicaría por una producción que
virtualmente quiere transmitir cierta energía y cierta
potencia individual de inmuebles, los cuales devinieron en
cosa, en fetiche. De objeto a cosa. Es decir, el objeto es algo
reemplazable, porque está fabricado en serie y con múltiples
intenciones o bien, posee múltiples réplicas y similitudes. Sin
embargo, la cosa, tiene una supuesta singularidad, magia,
vitalidad, potencia y aura, posee la irreproductibilidad,
condición que permite ponerle precio y mercantilizarla. En
el decir de Heidegger, es una producción lo que hace entrar
algún objeto en la categoría de cosa: “toda representación
de lo presente en el sentido de lo pro-veniente de lo
obstante…” (Heidegger, 1994, p. 3), lo que produce la cosidad.
Cada ruina es el producto de una huella, de la memoria que
consume al mismo objeto que adquiere historicidad, que,
tal como apostilló el psicoanalista francés Gérard. Wajcman,
“es el objeto devenido en esponja histórica, en acumulador
de memoria” (Wajcman, 2001, p. 14). Agregando que el
“siglo inventó la ausencia como un objeto (…) Contra él nos
golpeamos en todos los rincones…” (2001, p. 224). Es decir,