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De la gramática-náhuat-pipil, lengua salvadoreña bajo
tachón.
Rafael Lara-Martínez, pp. 42-56.
Revista entorno, abril 2015, número 58.
ISSN: 2218-3345.
constituye “el mejor de los pioneros”, según Campbell (956).
Tal aserción verifica el retraso de los estudios lingüísticos
en El Salvador. Hacia mediados del siglo XX, esta esfera
de la investigación se sitúa en su preludio fundacional, sin
análisis sintáctico ni textos mito-poéticos transcritos. La
demora —que caracteriza la ciencia nacional del lenguaje—
la confirma Pedro Geoffroy Rivas (1961), cuya gramática
retoma los datos de Todd, de acuerdo con Campbell (949 y
956), a la vez que excluye toda referencia a la mito-poética
náhuat-pipil. Por ello, su labor literaria emblemática —
Yulcuicat-Versos (1962/1978: 44-50) —solo incluye fuentes
náhuatl-mexicanas y quichés de alto prestigio —Cantares
mexicanos, Fray Bernardino de Sahagún, Manuscrito
palatino, Códice Vaticano, Popol Vuh—, como si el despegue
de una nueva vanguardia renovara el desdén por la mito-
poética vernácula. Tales son las paradojas del nacionalismo
salvadoreño que anhela arraigar una identidad de sí con
datos primarios ajenos. En su defecto, lo social se arraiga
en la subjetividad poética de un solo individuo. El otro en lo
mismo, según un nuevo axioma borgeano o, si se prefiere,
mi voz es “la voz del otro”, tan distantes de sí, que entre
ellas media “un abismo” (Pessoa, 7).
A lo sumo, la candente discusión de Geoffroy Rivas con Jorge
Lardé y Larín —sobre las etimologías y toponimias náhuat-
pipiles— reconfirma que no existe una lingüística más allá de
la palabra (Diario Latino, noviembre de 1957; Toponimia, 1961.
Lardé y Larín, El Salvador, 1957/2000). Ninguna estructura
sintáctica compleja, semántica estructural, ni menos aún
literaria y mítica se presta al debate político-científico.
La única intuición geoffroydiana por estudiar los textos
náhuat-pipiles antiguos —al transcribir una “Ordenanza de
1666 para la ciudad de Santa Anna por Fray Payo de Ribera,
obispo de Guatemala” (1969: 87-93)— queda sin resolución
hasta el presente, ya que su paleografía no se acompaña
de un análisis gramatical ni hermenéutico que la sustente.
Acaso, demasiado influenciado por la episteme nacionalista
de la época —un régimen subjetivo y literario—, Geoffroy
Rivas elude todo estudio lingüístico y etno-histórico, para
volcarse a la poesía. Pese a su intuición irresuelta, Geoffroy
Rivas rompe el paradigma en boga en El Salvador, desde el
siglo XIX, sobre una migración primitiva de los nahuas hacia
el norte, al apoyar la tesis migratoria de Jorge Vivó Escoto
(1972), quien, prosiguiendo la antropología de la época,
documenta las olas peregrinas sucesivas que descienden
del norte hacia el occidente del país. (Véase también Armas,
1974.) En este acierto, su trabajo anticipa un preludio a la
antropología actual, esto es, pos-teosófica y asentada en
una investigación más objetiva de los datos externos a la
introspección poética.
Si realmente se desea revitalizar —simplemente conocer—
un idioma en vías de extinción, no basta estudiarlo en su
uso actual limitado e informal por razones de una política
lingüística. Es necesario rescatar su empleo casi oficial en
la administración pública y religiosa durante la Colonia.
Este patrimonio idiomático intangible permanece en el
olvido, ya que hasta el 2015 no existen investigaciones que
contrasten el uso antiguo de la lengua con el actual. Los
trabajos etno-históricos recientes aseguran la existencia de
veintiún (21) documentos náhuat-pipiles de 1549-1666, de
los cuales “trece (13)” provienen de El Salvador, a la vez que
señalan ese siglo como época de oro para el náhuat-pipil,
en su función de “lengua vehicular” de la administración
colonial (Matthew y Romero, 2012: 766 y 775; Romero,
(34) asienta “más de 60 documentos en pipil y en náhuatl
central”). Ese legado permanece inédito para la antropología
museográfica salvadoreñas.
En cuanto a Lardé y Larín, su libro se publica sin cese ni
crítica —justificado como pilar de la identidad nacional—,
pese a su teoría “inamovible” que imagina El Salvador
como cuna de los nahuas, según una hipótesis bastante
obsoleta (2000: 150, la cual ya la explicita en 1947; para
una clasificación clásica de “Uto-Aztecan Family”, véase:
Ronald W. Langacker, 1977: 5-6 y Miller, 1984). Se trata de
una copia del historiador británico E. G. Squier (337), quien
en el siglo XIX asienta “la hipótesis de una migración de
Nicaragua y El Salvador al Anáhuac”. De nuevo, el retraso
lo evidencia el desconocimiento de la lingüística histórica
que, desde principios del siglo XX, establece la composición
de la familia yuto-nahua, la cual se extiende por migración
descendente del estado de Utah, EE.UU., al centro de
México y, luego, hasta Nicaragua (Campbell, 5-13 y Fowler,
1989, así como Dakin y Wichmann, 2000: 68, “los pobladores
nahuas de Mesoamérica dejaron su tierra norteña nativa
yuto-azteca durante los primeros siglos del presente
milenio”, más concretamente, “el primer grupo” proviene
de “la región de Durango-Jalisco” [58]) . Resulta flagrante
el contraste entre la ciencia del lenguaje extranjera y la
invención de una identidad indígena, según el dictamen de
la ciudad letrada salvadoreña (Dakin y Wichmann, 2000: 67,
“los pipiles fueron enviados de Teotihuacan para conquistar
y dominar […] la producción de cacao”). A continuación se
enlista la clasificación de la familia yuto-nahua/azteca y la
composición interna de la rama nahua.